EVOCACIÓN DE LA MUERTE

Esa tarde predijo que el arma suicida estaba a dos metros de su cama. Así empezaron los sentimientos contradictorios. Algunas noches la odiaba, otras tardes la amaba. 

Una mañana se atrevió a acariciarla. El contacto con el metal fue cálido y afectuoso, como viejos amantes. Desde entonces empezó a visualizar la escena de su propio crimen.

 

Se le antojaba una copa de buen vino, una taza de café irlandés, un pastelillo de manzana, la primavera de Vivaldi, el ventilador girando sin ruido y lo más rápido posible. 


La tarde del sábado, sería un buen momento. Imaginó que la música de los bares, apagaría el sonido del disparo. Aborrecía los escándalos innecesarios.

 

Evocó dejar una carta de despedida y un poema. Primero desechó los versos, luego las últimas palabras. Pensó en todo lo que había vivido y reiteró que había cumplido todos sus sueños. Era hora de la despedida. 

 

La madrugada del viernes, disertó sobre la vida eterna. Tenía las mismas dudas de siempre. A las cinco de la mañana, terminó la sesión y decidió dejar todo al azar.

 

El sábado se bañó a las seis, salió a desayunar a la orilla de la playa, caminó sobre el malecón, escuchó el canto de las gaviotas. 


Regresó furtivamente. Preparó las bebidas, puso el disco de Vivaldi, se recostó en el sillón de cuero, cerró los ojos, pensó en el jardín familiar, aspiró el aroma de las rosas y apretó el gatillo. Lo encontraron el lunes.

 


La nota decía: “lo he vivido todo, espero morirlo todo”.

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