La decrepitud




Esa mañana se despertó con el habitual dolor de cabeza. Se incorporó lentamente de la cama por el malestar propio de la osteopenia. Fue al baño, contempló el color amarillo y se dijo, debo tomar más agua. Tomó la pastilla blanca para la presión y fue a la cocina a calentar la taza de café. Oyó que le llamaban por su nombre, pero casi de inmediato se dio cuenta que era otra alucinación auditiva. Sigo empeorando musitó. 

Llenó de agua su vaso cervecero y se puso a revisar la agenda del día. Esperar a la nieta a las 9,30. Ir al banco a las 10. Salir a la clínica al medio día. Ver el fútbol por la tarde y el béisbol por la noche. Escribir un poco. Sorbió el café y se puso a hojear los titulares. El obispo de Miami lanzando arengas políticas, el país vecino como vocero de los estadounidenses, las futbolistas españolas enfrentadas al poder, la misma m*e*da de siempre dijo, mientras terminaba el café

El dolor se había ido. Regresaría mañana. Se metió a la ducha. El agua fría lo estremeció y pensó, me voy a morir limpio.

La pistola alemana estaba guardada en un bolso junto a las medicinas. Era negra y brillante, no muy pesada y cabía justo en la mano. No parecía un arma de fuego sino un guante. Un amigo se la había regalado para defenderme. Nunca la había usado. Le guardada respeto y cariño. Un nuevo síndrome, el que admira algo que le producirá la muerte.

Las ideas suicidas habían comenzado hace algún tiempo. Moriré el día que deje de ser útil se repetía. Y la decrepitud había incrementando el sentimiento de inutilidad. Miraba a las gentes y presentía que ya su tiempo había terminado. Los hijos habían crecido, los nietos tenían su propio mundo. La esposa tenía sus prioridades. No parecía importarle a nadie.

Las cataratas le impedían mirar de noche y de día apenas corregía con sus lentes.  La sordera bilateral no le permitía escuchar a nadie, debía acercarse a las personas para comprender, no había aprendido a leer los labios y a veces asentía sin haber escuchado bien.

Había examinado las formas de morir. Temía fuese ahogado o en accidente de auto. Odiaba los hospitales y la sola idea de la discapacidad le aterraba. Se auto consideraba un cobarde. Prefería una muerte segura. Y un disparo en el cielo de la boca le parecía inatajable.  

A veces un trago le ayudaba a sentirse mejor. Pero últimamente ya no sentía ganas de beber. A veces creía ver un poco de aliento vital, pero rápido se daba cuenta era un espejismo. Le gustaba ver o leer historias. Le distraía la naturaleza, rechazaba los contactos humanos. Sentía con los animales y plantas algún tipo de afinidad. Les veía como amigos aunque le hubiese gustado que hablaran. Era una soledad acompañada de amigos que no habían aprendido a hablar o se comunicaban de otra manera 

Un amigo psiquiatra le había recomendado farmacoterapia y no la rechazó. Al contrario, tomaba las medicinas con disciplina y gratitud. Pero estaba convencido que un par de pastillitas no le devolverían el sentido de utilidad existencial. 

Esa tarde todos habían salido. Se metió a la ducha. Puso la música aquella. Se sirvió un trago de ron con hielo. Buscó ropa cómoda para el viaje. Se tomó un par de analgésicos con rivotril. Dejo limpio el sillón. Buscó el arma. Subió un poco el volumen. Se colocó el cañón de la pistola en la boca, apuntando a la base del cráneo y disparó 

La decrepitud humana había terminado. 

Despertó del sueño sin dolor de cabeza. Buscó un poco de agua. Fue al baño. La orina estaba más clara. Volvió a la cama y se durmió otra vez







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