HIJO PARENTAL

Aún no había cumplido siete años, cuando me convertí en hijo parental. En casa vivía mi hermanita Martha Ligia de cuatro años, Juan Carlos un año y los gemelos Miguel Ángel y Miguel Adrián recién nacidos. Mi hermanita mayor se había marchado a Managua, a estudiar en casa de la tía Chamana y en la casa materna, quedaron dos mujeres, mi madre y mi abuelita, y cinco niños.

Se dice que las tareas de un niño son jugar y estudiar, y se afirma también que los primeros años de vida, con claves, para la forja del carácter. Muchas veces hemos escuchado que nadie pide nacer.  Yo agregaría que nacer y asumir el rol de hermano mayor en un hogar de muchos niños, tres de ellos sin padre, es una tarea muy complicada para cualquiera.

 Los niños no tienen una conciencia muy clara, sobre lo que viven. No comprenden todo lo que pasa a su alrededor. No existen porqué o porqué a mí. La pobreza material importa, pero no es decisiva, en los “huecos de personalidad” de los futuros adultos.

 

En las neuronas de largo plazo, recuerdo a Marthita siempre enferma, era como una plantita sin agua y sin sol; a Juan Carlos, un niño guapo y sonriente y a los gemelos, uno morenito y otro chelito, haciendo cualquier tipo de travesuras. 

 

De alguna forma fui asumiendo las responsabilidades acordes a mi rol, me levantaba temprano a comprar la leche; barría los patios, delantero y trasero; limpiaba la casa; botaba el agua sucia hacia la calle; entretenía a mis hermanos; a veces preparaba el atol con leche de los gemelos. Mecía las dos hamacas, donde estaban los gemelos. Me asomaba a ver cómo estaba mi hermanita, acostada en la tijera de lona, a la orilla de la puerta, para que le diera el sol de la mañana. Creo que el más afectado con este escenario fue Juan Carlos, cuando me fui de casa a los 13 años, quedó viviendo entre los gemelos, niños privilegiados no solo por la presencia del padre, un próspero agricultor, sino por las diferencias que se establecieron desde el inicio, en vestuario, educación, atención médica, pero sobre todo, mucho amor de parte de mamá. Marthita siguió siendo la niña flaquita y enferma, que creció hasta ser mamá en su adolescencia temprana.

 

Para mí, fueron seis años difíciles y dolorosos. Los niños del barrio se burlaban de mí, discutía frecuentemente con mi madre, por el trato desigual entre los gemelos y el resto, los castigos físicos y psicológicos, sobre todo ver a mis juguetes en el fondo de la letrina.

 

No sé cuántas veces “huí” de casa, siempre regresaba. Pensaba mucho en Juan Carlos y Marthita. Y volvía, a veces a recibir el castigo correspondiente, otras para pedir perdón a mi madre. Cuándo me senté por primera vez 15 años después, en el consultorio de mi psicóloga, la Dra. Amparo Gutiérrez, pude reconstruir por primera vez, el escenario del niño que una vez fui, de los 6 a los 13 años.

 

Si hoy me preguntaran que necesita ese niño, mi niño interior, diría que necesita un abrazo, un hombro donde llorar, un “te quiero” o “que orgullosa me siento de vos”, necesito mi trencito eléctrico y todos mis juguetes infantiles, cosquillas para hacerme reír y quizás la figura protectora de un padre.

 

Dios, que nos ama tanto, me regaló en esa etapa, el consuelo de la iglesia, llena de santos, vírgenes y cristos, con olor a incienso y paz. De igual manera, la escuela, me proporcionó el afecto de maestros, desde tercero, hasta el ahora llamado noveno grado. Y en casa, siempre hubo una abuelita, santa Chepita, que sin palabras, me transmitió el mejor ejemplo de amor filial que todo niño necesita.

 

Es un ejercicio inútil, buscar culpables. Los hechos, hablan por sí solos. Debo reconocer que me costó mucho tiempo, perdonar a mi padre. Mi madre, muy poco podía hacer, fue, como me dijo un hermano de la iglesia, una “súper mujer”, hizo todo lo posible, para levantarse desde el embarazo siendo una adolescente, abusos de diverso tipo; tuvo que trabajar, cuando le correspondía jugar y estudiar. Se fajó como leona, para darle de comer, vestir y cuidar de todos sus hijos. Y lo sigue haciendo, ahora desde la cama, orando por hijos, nietos y biznietos.

 

Cuándo me gradué de médico en León, publiqué el primer “paper” y subí al auditorio Erasmus en la Universidad de Nijmegen, di Gracias a Dios. Solo El hace nuevas todas las cosas.

 

Cuando me casé y fueron creciendo mis hijos, ahora todos, brillantes profesionales y extraordinarios seres humanos, di Gracias a Dios. Jamás lo hubiese creído.

 

Y ahora, que escribo desde mi etapa de pensionado, evocando la medallita del concurso de oratoria, los viajes a diversas partes del planeta y haber sobrevivido, a la vida y a la guerra, sigo dando gracias a Dios. 

 

 

    

       

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