GRACIAS (1a parte) DRAFT


 1. AMOR Y ODIO

(Una mujer dijo a un hombre:/ -Te amo./ Y el hombre respondió:/ -Mi corazón se cree merecedor de tu amor./Y la mujer habló: /¿No me amas? /Y el hombre solo elevó sus ojos hacia ella y calló./Entonces la mujer gritó:/-Te odio. /Y el hombre dijo: /-Pues, entonces, mi corazón también es merecedor de tu odio./ (Khalil Gibran)


!THELMA, APARTÁ LAS MOSCAS!

"Thelma, apartá las moscas", insistía mi abuelita a mi madre, una adolescente con su hija recién nacida, en los caseríos del Ingenio San Antonio.
Era el inicio de la década de los 50. La pequeña niña estaba acostada en la hamaca, mientras decenas de moscas se agrupaban en los sucios mecates de ambos lados.
Mi madre celebraba sus quince años meciendo a la niña, mientras con un trapo viejo, espantaba al nutrido enjambre de moscas, que a cada momento se agrupaba alrededor de la joven madre y su hija recién nacida.
Eran tres mujeres, mi abuelita Chepita, mi madre D Thelma y mi hermanita, nacida del abuso y la pobreza que se ensañaba en los desheredados de la tierra, especialmente en las mujeres.
La casucha, con su piso de tierra, paredes de adobe, resguardada por ripios de cedazo, resistía el infernal calor del verano, el ruido de 24 horas de la fábrica, el llanto de la bebecita y el corazón palpitante de dos mujeres, que debían salir a la calle, todos los días, a buscar el pan, implorando a todos los santos de la corte celestial.
Al inicio fue una hijita, luego nació otra y finalmente nací yo, el primer varoncito, un niño desnutrido fetal y desvalido, que no tenia ni reflejo de succión para recibir el calostro de la leche materna.
Mi hermanita murió meses después, las moscas hicieron su trabajo. Era la estadística habitual en los tiempos del general Somoza: 160 muertes infantiles por cada 1000 nacidos vivos. Fue enterrada y la vida continuó. Ni siquiera fue registrada, no tuvo certificado de nacimiento. No importada a nadie. Era la vida de los pobres, la fuerza de trabajo del imperio de los Pellas.
La malaria, el sarampión, las diarreas, las micosis, las enfermedades respiratorias, llagas en el cuerpo del niño y en el alma de mi madre. Así transcurrieron los primeros tres años de mi vida y al final de esa etapa nació mi hermanita menor.
Tenia un poco mas de tres años cuando nos expulsaron del Ingenio San Antonio y en una carreta de bueyes, mi abuelita y mi madre acomodaron los pocos tiliches de la familia. Las dos mujeres se sentaron en el borde de la carreta, mientras los niños contemplábamos el paisaje de las palmeras, las flores de la caña de azúcar y el imponente volcán San Cristobal.
Atrás quedaba el ingenio, como un monstruo que no dormía jamás, atrás quedaba el tío Agustin, muerto al caer de la locomotora, medio dormido tras largas horas de trabajo, cambiando los rieles del tren, atrás quedaba la historia de mi hermanita, solo las moscas nos seguían, las moscas y el calor del verano, todos traqueteando los dos kilometros del ingenio hacia chichigalpa.
Solo Dios sabe que pasaba por la cabeza de mi abuelita y mi madre. Nos esperaban 10 largos años en el pueblo siguiente. Habia sobrevivido la primera batalla. El Dios de los pobres y el amor de esas dos valientes mujeres, habían hecho su trabajo: seguía con vida


2.

A NATIVITATE

(Ellas sueñan con él, y él con irse muy lejos de su pueblo. Y los viejos sueñan morirse en paz, y morir por morir, quieren morirse al sol. La boca abierta al calor, como lagartos. Medio ocultos tras un sombrero de esparto-Joan Manuel Serrat)

 

El Ingenio San Antonio en los años 50 era el Centro AgroIndustrial mas importante de Nicaragua. Miles de obreros laboraban 24 horas al día por un periodo de 6 meses: la llamada época de zafra. Los mas desafortunados se dedicaban al corte manual de caña de azúcar, un oficio inhumano. Los “paileros” comenzaban a trabajar al amanecer y terminaban a eso de las 11 de la mañana, bajo un calor infernal de 37 grados, una sed bestial, expuestos a las mordeduras de serpiente, cortes accidentales, briznas de la planta en la cornea, deshidratación. Y la paga era mínima, unos cuantos pesos por varias toneladas de caña. Un pailero de 40 aparentaba 60 años. El Ingenio era como un monstruo gigante, como un dragón que echaba fuego a quienes se acercaban a el, hombres y mujeres necesitados de trabajo y sentido de vida.

Otros trabajaban en diversas labores del campo, siembra, riego, fertilizadores, fumigadores. Los mas favorecidos se encargaban en la automotriz del mantenimiento de la maquinaria, conductores, mecánicos, ayudantes de oficios varios. Otros se encargaban de la carpintería, albañilería, jardinería, recolectores de basura, afanadoras, “hace mandados”, los llamados bedeles, mensajeros, telefonistas, telegrafistas, cocineras, secretarias, amigas y amantes de los privilegiados, los técnicos, profesionales, colonos y dueños del ingenio.

 

La inmensa fabrica era el corazón del ingenio, un edificio desnudo y ruidoso, donde por pasillos y escaleras podías asomarte a las calderas, centrifugas, tuberías, donde operarios con turnos cada 8 y 12 horas mantenían despierto al monstruo 6 meses al año. La inmensa chimenea blanca despedía un humo negro que se elevaba al cielo tiñendo todo de negro, la nube oscura dejaba caer una pelusa frágil y negra, que cada por todas partes, ensuciaba la ropa colgada en los tendederos, contaminaba el agua almacenada en barriles, te caía en los ojos, el pelo, la ropa, los tejados y las mentes de los trabajadores y sus familias.


Las calles eran estrechas, con muchos arboles, las calles de tierra, llenas de lodo en el invierno y de polvo en verano. Los tractores, camiones, camionetas y enormes maquinas llenaban las callejuelas, sin distinguir entre avenidas o calles, todo era igual, ruido, calor, movimiento, trabajo, gentes y animales mezclados, como un enorme mercado humano sucio y ocupado. Nadie tenia permiso para la vagancia o el descanso. Ahí se llegaba a trabajar, a producir miles de tonelada de caña que llenaban de dinero los bancos y empresas de una de las familias mas ricas de Centroamérica: los Pellas, dueños, amos y señores del Ingenio San Antonio.

 

Al fondo del ingenio estaba el Hospital, un edificio de una planta, de color blanco y verde, donde enfermeras, médicos y pacientes, convivían y compartían. Decenas de trabajadores intoxicados, heridos o enfermos de malaria. Embarazadas esperando el momento del parto. Al inicio estaba la admisión y el laboratorio, luego una pequeña sección para curación, inyecciones y cirugía menor, un laboratorio y un centro para el estudio de la malaria, salones para la consulta externa, las tres áreas de hospitalización, niños, varones y mujeres. Y al fondo el quirófano, donde se hacia de todo, desde una cesárea, hasta una hernia, un apéndice, un traumatizado, o se mejoraba o se transferir a otro hospital o se moría. Del hospital todos salían, o vivos o muertos, pero nadie se quedaba ahí.

 

Las casas de los trabajadores eran pequeñas y calurosas. Una salida, un cuarto compartido y una cocina, las puertas y ventanas forradas de cedazo para tratar de escapar de los mosquitos: el enemigo publico no 3, después de la pobreza material y el ruido, los mosquitos estaban por todas partes, los 12 meses de año. Crecían en las presas y riachuelos que bordeaban el ingenio, vivían en las alcantarillas y cauces, se alimentaban de la sangre de las personas, de cualquiera pero por alguna razón desconocida, sobre todo de la gente pobre. Transmitían dos  tipos de parasitos, el vivax y el falciparum, el primero transmitía la malaria, fiebre de 42 grados con alucinaciones y sudoración intensa. Y el segundo era sinónimo de muerte. Pocos sobrevivían a la fiebre de aguas negras. Los baños compartidos, los servicios sanitarios contaminados, la desnutrición, el calor, el ruido y la pobreza hacían el resto.

 

Existían también, en los alrededores del Ingenio, las llamadas colonias, habitadas usualmente por las familias de los paileros, conglomerados habitacionales miserables y calurosos, donde las gallinas y cerdos convivían con los niños.  Ubicadas a 10 o 15 minutos del ingenio, las colonias eran una especie de hormigueros donde cada madrugada salían los camiones destinadas al acarreo de caña, atestados de seres humanos oscurecidos por el sol, hombres con sus machetes, sombreros y ropas de trabajo, cargando sus pichingas de agua de pozo, marcados por la fortuna de tener un empleo, consumiendo sus vidas como velas por el fuego de la familia Pellas. La misma pobreza distribuida en 5 colonias, abastecedoras de fuerza de trabajo, donde no existían condiciones higiénico sanitarios y donde la Declaración Universal de Derechos Humanos aun no había llegado. 

 

La entrada al Ingenio era hermosa, una alameda de enormes palmeras, cubría el camino de tierra y piedra hacia la vecina Chichigalpa, dos kilómetros de polvo y calor que se recorrían en 15 minutos en viejas camionetas repletas de pasajeros. Paralelo al camino estaba la vía férrea, donde las viejas y enormes locomotoras resoplaban día y noche, arrastrando dos vagones para los empleados que podían ir sentados, luego varios vagones donde los obreros y trabajadores de menor categoría iban de pie, cansados, pero contentos, algunos llevaban un poco de comida, una pichinga de agua, 8 o 12 horas después regresarían a sus casas, cenarían, dormirían un poco, y a la madrugada siguiente, muy temprano, al amanecer, de nuevo, ahí, a trabajar, a ganarse el pan, a enriquecer el dinero de los Pellas, orgullosos y contentos de mostrar en sus carnes el logotipo de la Nicaragua Sugar Estates.

 

Como en una postal, al fondo se elevaba 1745 metros sobre el nivel del mar, el majestuoso Volcán San Cristobal, siempre humeante y rodeado de hermosas nubes blancas, que contrastaban con el color verde azulado del volcán, que desde el cielo vigilaba al Ingenio.

 

Por esa época, exactamente en 1956, un siglo después del nacimiento de Nikola Tesla, en ese enorme Ingenio Azucarero, la vida me regalo a mis padres y me concedió la oportunidad de nacer, en un día de diciembre, legalmente un 28, pero en la realidad un 19. La pobreza hizo que fuese Sagitario y no Capricornio. Mi abuelita me inscribió tardíamente en el Registro Civil de las Personas 9 días después de la fecha real para evadir la multa. En realidad no se contaba con las monedas para viajar a la cabecera departamental e inscribirme para ser reconocido como ser humano real, un candidato a ciudadano, un varón a quien le llamaron Fausto Rene Montiel.

 

Nací con 2 nombres y un apellido, un nombre cuasi mitológico, el Fausto, y otro el paradigmático Rene, una emulación del Descartes del Cogito Ergo Sum, y un solo apellido, el de mi madre, una guapa mujer que tuvo la fortuna de cruzar su vida con un doctor exportado del sureste del país, que no se tomó el cuidado de compartir su apellido con su único hijo varón, que 21 años después seria medico, igual que el.

 

Ese Ingenio, estas palmeras sensuales y cadenciosas, el enorme y mágico volcán, el ruido y calor, la pobreza, el no reconocimiento, un hospital, los mosquitos zumbando tus oídos, las alucinaciones de la malaria estremeciendo el cuerpo, la enorme chimenea, el cielo azul lleno de pelusa negra, las calles estrechas polvorientas o lodosas, la explotación de la fuerza de trabajo, una guapa mujer, mi madre, y un desconocido doctor, mi padre, junto a los cuadernos de la escuela pre escolar, constituyen el abono de mis primeros recuerdos.

 

Un lugar al que llegue a odiar, un pedazo de Nicaragua lleno de recuerdos, una familia valiente, creyente e ingenua, donde jamas pensé en regresar, fui mi primer lugar de trabajo, primero como estudiante y luego como medico. Aquí nació mi segunda hija, aquí fui dirigente político, aquí casi me asesinan y a mi esposa. Aquí comenzó mi historia y espero que quienes lean esta crónica de vida, tengan una idea de mis orígenes, y puedan ubicar, estén donde estén, el pequeño, ruidoso, injusto y cálido lugar donde nací.


 3.

Pienso, luego existo (Descartes)

El Ingenio San Antonio en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, era el centro agro industrial más importante de la región centroamericana. Miles de trabajadores, permanentes y "zafreros", llegaban de todas partes. Entre cuatro y seis de la mañana, arribaban como hormigas al iniciar el invierno, a relevar el turno de la noche anterior. Luego solo se escuchaba el sonido estridente de los motores y turbinas de la fábrica, que no descansaba un solo minuto durante seis largos meses. A veces el cielo se cubría de negro, producto del bagazo de la caña, cubriendo techos, calles, árboles y las pequeñas tiendas de los comerciantes. Era la hora de guardar la ropa del tendedero, cerrar puertas y ventanas, aumentando la sensación de calor del verano. A las tres de la tarde salían los trabajadores del hospital y entre cinco y seis el resto. La vieja locomotora llenaba sus 6 vagones, el primero para los "oficinistas" y el resto para los obreros, sucios y hambrientos, que con sus miradas vacías, solo pensaban en llegar a sus casas, comer algo para recuperar fuerzas y levantarse temprano, para iniciar una nueva jornada.

Al evocar este relato, visualizo la fábrica de Gorki, el monstruo con muchas cabezas, alimentado con el sudor y la sangre de los trabajadores, que a sus treinta años asemejaban tener sesenta. Un lugar amado por su hermosa naturaleza, el imponente volcán, las esbeltas palmeras, las cadenciosas flores de la caña de azúcar y las presas que irrigaban los extensos cañaverales. Y a su vez un lugar odiado por su sed de fuerza de trabajo, que deshidratados y desnutridos morían prematuramente por la insuficiencia renal, un accidente de "trabajo", la mordedura de una serpiente, o por cualquier cosa. 

Yo, nací en este lugar a mediados de diciembre, un mes más apacible, menos ruidoso y caluroso. Cuenta la leyenda que mi abuelita fue la partera. Mi madre estaba por cumplir veinte años. Me han dicho que fui desnutrido fetal, no adquirí el reflejo de succión, me alimentaban con un gotero y sobreviví el primer año, "porque Dios es grande". Ya mi hermanita mayor había fallecido, en la adolecencia temprana de mamá y mi segunda hermana, saludable como una bebe "Gerber", me miraba con extrañeza y decía: este chavalo siempre está enfermo.

Por esas cosas de Dios, no tuve un padre, lo conocí veinte y cinco años después, lo vi a lo lejos y se fue. 


Una breve síntesis

 

Nací un 19 de diciembre de 1956. En un mes cumpliré sesenta y un años. Mi padre fue el doctor Alfonso Perez Andino, un medico del pueblo de Santo Domingo, Chontales, una región minera de Nicaragua. Mi madre Thelma Montiel Garcia, de oficio costurera o modista como se decía en aquel tiempo, originaria de Leon, la ciudad universitaria, en el Occidente del país.
Mi parto fue domiciliar, nací en una pequeña casa del Ingenio San Antonio, en el occidente, uno de los centros agro industriales mas importantes de la región centroamericana, en los años 50.
Un lugar lleno de ruido, obreros, olor a bagazo de caña y pobreza.
Mi hermana Sylvia, recientemente fallecida, y mi madre siempre han contado que nací y crecí con varias enfermedades endémicas, propias del ecosistema nicaragüense de entonces.
La mortalidad infantil era muy elevada en esa época y yo era el candidato perfecto a ser un deceso neonatal, pero sobreviví. Mi madre cuidó de mi y Dios hizo el resto.
De todas mis enfermedades solo recuerdo la malaria, la faringoamigdalitis y la cistitis aguda, que me atormentaron hasta mi juventud temprana.
Hoy que inicio mi pre cumpleaños, quiero evocar como figura simbólica, el hermoso Volcán San Cristobal, visto desde el Ingenio San Antonio, en la alameda de palmeras, sobre la vía férrea que unía el Ingenio con Chichigalpa, la centenaria ciudad que me acogió hasta los trece años. Sigue siendo un espectáculo hermoso e imponente. Ahí me quiero situar, un niño sobreviviente, una familia de mujeres valientes y trabajadoras, un micromundo de explotación de la fuerza de trabajo, un pequeño lugar del universo donde Dios me depositó al nacer.

Inicio estos relatos dando gracias, a Dios, a mis padres, mi madre, mi abuelita, mi primera maestra, y no se cuantas personas olvidadas, que convirtieron este pedacito de piel y huesos, en lo que logré convertirme, un hombre útil y agradecido, un hombre, un ser humano, al que nada humano le ha sido ajeno. 


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