Mi relación personal con Dios

Uno de los talentos mas preciados que Dios me regaló fue mi familia. Una abuelita tiernamente cristiana. Ella iniciaba y terminaba su día encomendándose al Creador. Ante cada problema o dificultad el recurso personal y familiar era el rezo del Rosario de rodillas. Jamas olvidaré a la viejecita cargando el Via Crucis todos los soleados viernes santos. En casa se rezaba el Mes de María, el Mes del Corazón de Jesus, la Purísima y la novena al Niño Dios. Jamas faltaba a misa, confesión y comunión. Y su Biblia siempre fue su actitud y testimonio personal.
Todo lo hacia con amor. Todo. Con una sonrisa, con paciencia, cariño, ternura, sin reproches, sin regaños, jamas dijo una palabra ofensiva, vivió y murió amando.
La Chepita salía todos los días al mercado con una pana de frutos, que cortaba del patio de la casa: mangos y nísperos, recorría 10 cuadras hasta el mercado, y regresaba con la comida y el postre del día. Esperaba a comer cuando ya todos lo habíamos hecho. Luego se ponía a coser en su vieja maquina Singer, hacia delantales que canjeaba por comida. Encendía la radio y su sonrisa y paz, iluminaba toda la casa.
La disfruté por 13 años, hasta que me fui a León a terminar mis estudios de secundaria. Y solo regresé el día del infarto cerebral que la llevó directo al cielo.
Casi todo lo bueno que Dios ha puesto en mi corazón lo aprendi de mi abuelita. Mi madre, mi hermanita Sylvia, mi tía Chamana, la tía Lula, y otros angeles hicieron el resto.

Desde muy temprana edad fui un chavalito de iglesia. Ayudaba a Don Toño el sacristán en todo lo que podía: tocar las campanas, preparar el altar, revestir al padre Soto. Rezaba las novenas de la Iglesia. Rezaba el rosario. Tocaba las campanillas al momento de la consagración. Era una especie de monaguillo, asistente del sacristán y del sacerdote.
Jamas me perdía las grandes celebraciones litúrgicas del año, escuchaba con mi corazón sobrecogido las predicas del padre Buitrago, lloraba en las misas concelebradas, me postraba de rodillas ante el Santísimo cada jueves.
Nunca le pedí nada a Dios. Yo creía que el matrimonio feliz, la buena fortuna, la salud, tener una casa propia, bicicleta, televisor, muebles, etc, etc, era únicamente para los ricos.
Disfrutaba increíblemente de la Semana Santa y Navidad, siempre había algún regalillo, alguna ropita nueva, una manzana, un par de uvas, raspado, gallina rellena, alegría de la buena, aunque fuese por un par de semanas al año.

No recuerdo en que momento pasó por mi cabeza, o platicando con el padre Soto, la idea de ir al seminario, pero no, no era la vocación que Dios tenia para mi. Yo quería una familia, un matrimonio, una esposa, una profesión, en alguna medida quería ser algo parecido a mi padre.  O bien quería que Dios me concediera algo, que en mi mente infantil, estaba vedado a los pobres.

Toda esa época tuve una Fe Infantil, inocente y tierna, como la de mi abuelita. Mi llegada a León, mis estudios en la universidad y lo que me tocó vivir y ver, ya como adolescente, fueron cambiando mi perspectiva, me acerqué al Dios de los pobres, con el padre Juan Bautista Peguero (qepd). Empece a meditar mi primera Biblia, la Biblia Latinoamericana, que aun conservo. Empecé a proclamar a un Dios redentor de los oprimidos, amigo de los niños que morían temprano o enfermaban de poliomielitis o malaria falciparum. Busqué al Dios, consolador de las madres solteras y las abuelitas solitarias. Me aprendi la bellísima cita de san Juan: Nadie tiene mas amor que el da su vida por sus hermanos (Juan 15,13), y quise ser ese joven, pero, Mauricio Abdalah, mi hermano del alma se me adelantó y me pidió vivir.

Mi Fe madura y adulta tuvo varios pasos. La pedagogía de Dios conmigo fue amorosa y paciente. Inició con los rezos de mi madre, siguió con mi peregrinación a la Basílica de Guadalupe en Mexico con mi hermana Sylvia, las lagrimas y oraciones de mi esposa Armantina, las oraciones de muchos sacerdotes (el padre Soto, el padre Victor, el padre Juan Domingo, el padre Joselito, el padre Juan Bautista, el padre Ricardo, el padre Felix, el padre Ignacio en Mexico), la guía espiritual del padre Jose Luis Martin Descalzo, las predicas del hermano Salvador Gomez, retiros con el Camino Neocatecumenal y otros hermanos, muchas lagrimas y rodillas doblabas delante del Santísimo, pero un buen día, una tarde de domingo, salió mi Arco Iris en el cielo, el Señor tuvo compasión de mí y El entró en mi corazón, de una vez y para siempre.
Ese fue el día de mi segundo nacimiento, mi bautismo de adulto, el inicio de mi camino de conversión, un hermoso camino que sigo recorriendo día tras día. Me convertí en un hombre enamorado de Dios, un hombre agradecido, con una profunda convicción de pecado, una criatura necesitaba de su amor y misericordia, y decidí, con la ayuda idónea de mi esposa Armantina, seguirle. Y aquí estoy, tras el Nazareno y el Resucitado, repitiendo “por tus sangrientos pasos, Señor, seguirte quiero, y si contigo muero, dichoso moriré, piedad, perdón te pido, pequé mi Dios, peque”.
Hoy sé que donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia, hoy sé que para El no hay nada imposible, y que algún día seré juzgado en el amor, por mi Fe y mis Obras. Hoy estoy como Bartimeo y como el publicano, con la cabeza inclinada implorando: Ten piedad de mi Señor, por que soy un pecador. Hoy junto con la Chepita y Sylvia, ambas en el cielo, rezando juntos:
Santa Maria Madre de Dios, ruega por nosotros, tu hijos, ahora y en la hora de nuestra muerte.5

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