LOS AÑOS MARAVILLOSOS DE LA SECUNDARIA (II parte)


León 1971-1972 (El Instituto Nacional de Occidente “Máximo Jerez)


Al terminar mis estudios de tercer año de secundaria, mi madre me llevó a un taller para aprender un oficio. Lo hice, le agradecí y le expresé mi sueño por ser médico, un sueño imposible, ¿con que dinero podría costear estudios?, hospedaje, libros, clasificar en quizás la carrera mas demandada en Nicaragua por esa época. El primer paso era bachillerarme y en la Chichigalpa de entonces, el colegio llegaba hasta el 3o año.
Mi mejor amigo, Mauricio Abdalah, me convenció de ir con él a León, al Instituto Nacional de Occidente “Maximo Jerez” (INO), un centro de estudios legendario. Una especie de preparatoria universitaria, todos sus profesores eran eminencias, doctos, sabios y en su mayoría catedráticos.
Ahí llegue en 1970 a mis 13 años, por primera vez, y desde que vi la ciudad se me quedó en el corazón para siempre, recorrí sus largas calles, vi sus hermosos edificios coloniales, conocí poco a poco su historia, fui a la hoy casa museo Ruben Dario, entré a rezar a la Basílica Catedral, le di gracia a la Virgen de La Merced
Vi a cientos de estudiantes por las calles, escuche a hombres humildes discutir de filosofía, política y religión, me di cuenta que el mundo no se reducía al Ingenio San Antonio y la licorera, me di cuenta que había un hermoso planeta que apenas estaba descubriendo, y me dejé llevar por la fascinación de la intelectualidad y la cultura impregnada en la ciudad universitaria.
Al inicio viajábamos todos los días, en los buses urbanos que venían de Corinto hacia Managua, éramos como cinco de Chichigalpa. A los estudiantes nos cobraban la mitad de precio, pero muchas veces no tenía ni eso, entre mis amigos y sobre todo Mauricio, pagaban mi pasaje. La parada de buses en León quedaba en el parque San Juan, ahí nos bajábamos y empezaba la caminada hasta el magnífico INO. Yo me quedé boquiabierto la primera vez, unas calles largas, edificios coloniales, cientos de estudiantes por todos lados, y lo que más me asombró, fue el nuevo instituto.
El INO estaba ubicado contiguo al Convento e iglesia de San Francisco, un enorme edificio con paredes de adobe donde habían estudiando hombres y mujeres ilustres de Leon. Provenía de una escuelita primaria, pública y rústica, y la escuela de secundaria, era una casa, convertida en colegio.
En cambio, el INO era un edificio enorme, desde fuera parecía un museo, y por dentro un lugar sacado del siglo XVIII, largos y altos corredores, paredes eternas de adobe, techo muy alto, donde a veces revoloteaban los murciélagos, aulas largas, con grandes ventanales. Había un lugar con fotografías de ilustres profesores, un patio para el recreo, profesores sabios, “inspectores” como agentes secretos, vestidos de civil. Fue una especie de “deja vu”, creí estar viviendo un sueño, regresar a un lugar donde había estado antes, quizás por mis lecturas de la autobiografía de Rubén Darío, en cualquier momento pensé en ver un fantasma o escuchar ruido de cadenas.
El primer día, me senté el último asiento, de la cuarta fila, pegado a la ventana, me ubicaron en la sección B del IV año, sin conocer a nadie. Mi primer amigo fue un muchacho de El Sauce, llamado Anahel Mairena, y un conocido de él, llamado Arnoldo. Cuando entró el primer profesor, todo vestido de blanco y corbata, y empezó a “pasar fila”, llamando a cada uno por su nombre, supe que el sueño era realidad. Era el doctor Raúl Bermúdez, aún no se exactamente porque le decían “el gato viudo”. Se sabia casi de memoria un libro enorme llamado Geografía de Nicaragua, del Dr. Jaime Incer Barquero.
Las clases de química impartidas por un profesor, a quien luego vería en la universidad, al principio no le entendí ni una palabra, pero poco a poco, fui comprendiendo y abriendo los ojos a la sabiduría de esos hombres, a tal punto que me apodaron “químico nocturno”. En Física, el Dr. Wiron Valladares, un médico graduado con honores en “La Sobona”, elaboraba unas fórmulas imposibles de comprender, pero de alguna manera, y con el libro de “Alonso y Acosta”, fui descifrando los códigos de un nuevo lenguaje.
En clases de Francés, conocí a Catherine Cézanne, nieta o biznieta, del famoso pintor post impresionista Paul Cézanne. Me quedé fascinado, no tanto por aprender el idioma, sino por estar con un pariente del padre de la pintura moderna, su acento y su manera desenvuelta de enseñar, me hacia pensar que recorría los Campos Elíseos. Y así terminó 1971, cuando anunciaron el traslado del legendario edificio, a uno nuevo ubicado a la salida de León, muy cerca del famoso cementerio de Guadalupe.
Recuerdo a Nívea González, profesora de Español, un flaco y revolucionario profesor de Economía, el maestro de música que me dijo “usted no tiene oído musical, es sordo”.
En el Instituto aprendí a jugar ajedrez, viendo a mis compañeros jugar, con la fiebre del legendario match Fisher-Spassky, y conocí a grandes amigos de la época: Mauricio, el turco Abdalah, el primero, hermano de toda la vida; el desgarbado Anahel Mairena; Haroldo Aguirre, el mejor estudiante; el filósofo Bayardo Linarte de La Paz Centro, Paulino Medina de León, Benito Zapata, quien ahora tiene un laboratorio en las afueras de León, el intelectual Néstor Torres Argueta, Pedro Ríos, un gigante que jugaba beisbol con el equipo de León, Gustavo “El Bijou”, quien murió trágicamente en un incendio; Nahum Quezada y Alfredo Portillo, uno que hablaba como sacerdote llamado Alcides Pérez Rosales, Raúl Vanegas, y varios amigos de la sección A, como León Argeñal, sobrino del famoso Pancho Papi; el chino Barreto y el chaparro Basset, Gersán Jarquín, quien era estrella del short stop; y otros cuyos nombres o apellidos me hacían creer que estaba en otro país, como Mirko Gross, Silvestre Boruca, Goussen, Nahum.
Al cambiar de local, nos tocaba caminar desde el parque san Juan hasta Guadalupe, y pasar por el mercado central, donde Mauricio me invitaba a la mejor chicha del mundo, que vendía súper helada, un señor en un carretón.
Wiron Valladares (qepd), graduado de honor en La Sorbona de Paris me trató como su hermano menor o su hijo, en su casa encontré un plato de comida y muchos libros. Varias noches cené, dormí y desayuné ahí, su esposa Xiomara, era una abogada originaria de Chichigalpa, ambos me trataron con mucho cariño y Wiron fue un amigo de toda la vida.
Mauricio Abdalah, el hombre mas generoso que he conocido, con quien había estudiado primaria y secundaria, me invitaba siempre a lo que fuese, con ellos y muchos amigos y brillantes profesores pude transitar dos años de estudios, formación, aprendizaje y actitud.
No asistí a mi promoción de bachillerato en protesta hacia el director, el famoso Emilio Vargas y su red de inspectores, la mayoría informantes de la Guardia Nacional. Vi por primera vez una toma de iglesia, asistí a un mitin y escuché la brillante oratoria de Virgilio Godoy (qepd), y fui tomando conciencia de la Nicaragua empobrecida en la que había vivido 15 años.
Nunca entendí porque el INO se llamaba “Máximo Jerez”, porque en mi mente lo veía como un traidor, al haber promovido la llegada de Walker a Nicaragua. Y por eso me decían está de espaldas a la catedral. Pero en ese instituto viví mis primeras experiencias políticas; conocí a Martha Medina, quien llegaría a ser mejor estudiante de Nicaragua.
En el INO, pude ver mas claro la puerta de entrada a la Facultad de Medicina, la única en Nicaragua en esa época. Infelizmente no tengo ninguna fotografia de la época.
Algunos de mis compañeros de entonces, lo fueron también en Medicina: Mauricio, Juan Haroldo Aguirre, Paulino, Bayardo Linarte, Anahel Mairena, también Bismarck Pèrez y otros amigos de toda la vida.

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